En la vasta cartografía de la música argentina contemporánea, Isla de Caras ha trazado un mapa propio. Uno que, como en los laberintos de Borges, parece diluirse y expandirse al mismo tiempo. “Líneas Generales”, su cuarto álbum, no es sólo un conjunto de canciones. Es un tratado secreto, un manifiesto cifrado en melodías, versos y ecos que invocan la herencia del rock nacional mientras señalan una nueva dirección. Aquí, entre guitarras que giran como planetas pequeños, teclados que levitan y versos escritos en la penumbra de la memoria, la banda liderada por Lautaro Cura se reafirma como colectivo, como manada, como idea.
El disco se gestó entre Buenos Aires y un rincón casi mítico de México: El Desierto. Ahí, entre montañas y mezcalinas, la banda grabó durante cinco días, viviendo el estudio como si fuera un templo profano del sonido. Esa experiencia sonora, mediada por la complicidad de Matías Cella —productor habitual del grupo—, condensa una especie de ritual iniciático. En palabras de Lautaro, fue una profecía autocumplida: una línea perdida en una vieja canción hablaba de “ir al desierto” mucho antes de que supieran que lo harían.
“Líneas Generales” irradia frescura sin renegar de la madurez. No hay nostalgia ni cálculo, sino una voluntad de experimentar y abrazar el error como parte del hallazgo. Las canciones no están hechas para complacer algoritmos: están vivas. Nacieron en la sala de ensayo, en giras, en charlas nocturnas y en habitaciones con la puerta entreabierta. De ahí su humanidad. De ahí su inteligencia secreta, como si el disco mismo fuera un ente que respira.
La apertura con “Veneno” es ascendente, screamadélica, y funciona como manifiesto estético. La banda encuentra en el vértigo de ese tema una síntesis de lo que será el viaje: teclados solemnes, guitarras con slide, coros que parecen rezos eléctricos. “Mirar películas”, “Amigos” y “Camas separadas” se sitúan en el corazón pop del disco, con melodías que podrían pertenecer tanto a un hit radial como a la banda sonora de una juventud sin certezas. “El favor”, con la lírica colaborativa de Marcelo “Cuino” Scornik, traza una línea invisible con Calamaro, Charly y Fito, mientras “No me puedo divertir” roza el new wave desde la sofisticación y “Cartera perdida” retoma el groove para no soltarlo hasta el final.
Cada pista podría ser un cuento, cada verso, un enigma. ¿Es este disco un pequeño tratado sobre el dolor, como sugiere Lautaro? ¿O es una colección de espejos rotos donde cada oyente puede ver una versión distinta de sí mismo? Como en los textos de Borges, las interpretaciones son múltiples, incluso contradictorias.
El cierre con “Cavidad” es una despedida suave y gloriosa. No es un adiós, sino una pausa antes del próximo ciclo. Isla de Caras, que publica álbumes con la constancia de un reloj barroco —uno cada dos años—, logra aquí consolidar lo que siempre fue su búsqueda: un lenguaje común entre cinco personas. Un espacio de creación donde la canción es soberana.
“Líneas Generales” no es un salto al vacío, sino una caminata por el borde del abismo con los ojos abiertos. Es un testamento sobre el acto de hacer música hoy, en un mundo saturado de ruido y carente de sentido. Isla de Caras se planta ahí, con sensibilidad, con audacia, con la certeza de que la única revolución verdadera comienza en una sala de ensayo.