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La tecnología que llega tarde: el miedo global a que los latinos compitan de igual a igual
Por Ezequiel Ponce
Publicado en 05/12/2025 18:42
Editoriales O Algo

Hay una contradicción tan transparente que resulta imposible no verla: mientras las grandes potencias del Norte celebran cada nuevo avance digital como un triunfo colectivo de la humanidad, en Latinoamérica vivimos una versión paralela, hecha de puertas entreabiertas, funciones incompletas y accesos que siempre llegan después. No es un mito, ni una sensación: es la forma en que la industria tecnológica mundial decide quién participa del futuro y quién queda rezagado. Y esa división, aunque se presente con un discurso amable, responde a una lógica estructural en la que nuestro continente suele quedar fuera del sistema ia

 

La razón es tan simple como incómoda: el dinero ordena las prioridades. Las plataformas tecnológicas, en cualquier rubro, orientan sus inversiones hacia los mercados con mayor poder adquisitivo. Y cuando la balanza se inclina hacia países con economías fuertes, el resto del mundo recibe las versiones tardías, las funciones recortadas o las herramientas con limitaciones. Eso explica por qué en Estados Unidos o Europa un creador puede obtener ingresos significativos por publicidad, mientras en países como Argentina los mismos contenidos generan centavos. Los anunciantes pagan más allí, las audiencias son económicamente más atractivas y, en consecuencia, las empresas destinan lo mejor de su desarrollo al lugar que más rentabilidad ofrece.

 

Así nacen diferencias tan marcadas como la monetización en podcasts: mientras en mercados centrales los CPM permiten sostener carreras enteras dentro de la producción de contenido, en Argentina el número real suele oscilar entre 0 y 3 dólares por cada mil escuchas. No es que el contenido sea inferior ni que el talento sea menor. La brecha nace únicamente de la geografía. Y esa misma geografía determina qué funciones se habilitan primero, qué servicios llegan completos y cuáles no llegan nunca.

 

A partir de ahí se despliega un patrón tan repetitivo que parece coreografiado. Cuando por fin se libera en Latinoamérica alguna herramienta de inteligencia artificial que llevaba meses funcionando en el Norte, ya existe una nueva versión más avanzada. Mientras se habilita una función experimental en nuestras cuentas, en otros países esa función dejó de ser beta y se convirtió en estándar. Es como recibir un teléfono de última generación, pero sin acceso a las aplicaciones clave. Como si nos entregaran un manual desactualizado mientras en otro salón —al que no tenemos invitación— están escribiendo el futuro.

 

Ese retraso no es accidental. Responde a una administración de poder cuidadosamente calibrada. Porque si Latinoamérica pudiera acceder a las herramientas tecnológicas al mismo ritmo que los mercados que lideran la industria, dejaría de ser simplemente un sitio donde consumir tecnología y se convertiría en un lugar donde producirla, competirla y exportarla. Cuando eso sucede, las reglas cambian. La competencia deja de ser cómoda. Los monopolios dejan de estar tranquilos. Y los privilegios pierden la protección del tiempo y la distancia.

 

Por eso el temor no es a nuestra presencia sino a nuestra capacidad. Cuando un país latino aprende a usar una herramienta de IA sin restricciones, puede automatizar procesos que antes rendían ganancias a empresas externas. Cuando un creador accede a modelos avanzados, puede desarrollar productos digitales que compitan con los de las grandes compañías. Cuando una comunidad entiende cómo funcionan los sistemas de datos o los algoritmos de recomendación, puede detectar injusticias, optimizar estrategias y disputar los lugares que antes parecían reservados para otros.

 

Mientras tanto, nosotros avanzamos con lo que nos permiten, con lo que desciframos, con lo que hackeamos y con lo que inventamos para compensar la desigualdad estructural de acceso. Creamos desde computadoras viejas, conexiones inestables, presupuestos mínimos y creatividad máxima. Construimos proyectos que nacen desde la periferia pero con ambición global, aunque muchas de las herramientas que deberían facilitar el camino lleguen restringidas, limitadas o simplemente desactivadas en nuestra región.

 

El ecosistema tecnológico global está lleno de ejemplos que evidencian esta arquitectura desigual. OpenAI, una de las empresas más influyentes del sector, ha restringido el acceso a su API en varias regiones, dejando a miles de desarrolladores sin herramientas fundamentales. Algunas compañías chinas de inteligencia artificial ofrecen “programas de migración” para quienes quedaron fuera, pero esas opciones no siempre llegan a todos los países ni mantienen la misma calidad de servicio. Spotify y otras plataformas de streaming aplican diferencias geográficas en la disponibilidad de contenido, en la calidad del audio, en la monetización y hasta en los sistemas de pago aceptados. A esto se suma un problema aún mayor: la infraestructura global que sostiene la inteligencia artificial —centros de datos, potencia de cómputo, servidores especializados— está concentrada casi exclusivamente en Estados Unidos, China y Europa, mientras Latinoamérica queda relegada a depender de infraestructuras externas.

 

Las trabas se presentan como tecnicismos inocentes. Región no disponible. Beta limitada. Método de pago no compatible. Función habilitada solo para mercados seleccionados. Disponibilidad futura. Cada una de esas frases es una pieza del mismo mecanismo: un sistema que determina quién accede a la tecnología de forma plena y quién debe conformarse con una versión recortada.

 

 

Esa desigualdad, maquillada de estrategia empresarial, es la que empuja a nuestro continente a competir con limitaciones. Y aun así, competimos. Esa persistencia es, tal vez, lo que más inquieta al sistema. Porque lo que realmente causa temor no es que Latinoamérica use tecnología. Es que la domine, la mejore, la expanda y la transforme en algo que no dependa de los centros de poder tradicionales. Cuando eso ocurre, los privilegios tiemblan. Las barreras digitales se vuelven insuficientes. La excusa de la “disponibilidad por región” deja de justificar la brecha.

 

La lógica es conocida. En otros tiempos se manifestaba en situaciones más visibles. Como cuando en un boliche dejaban entrar o no a la gente según un sentimiento arbitrario del encargado de la puerta. Nada tenía que ver con el ambiente, ni con la estética: era una forma de control. De decidir quién accedía a un espacio y quién quedaba afuera. La tecnología global funciona igual. Los filtros son más modernos, más silenciosos y más elegantes, pero responden a la misma estructura de selección.

 

Las restricciones de OpenAI, las diferencias de monetización en Spotify, los bloqueos regionales de ciertos modelos de IA, los planes exclusivos para países con alto poder adquisitivo: todas estas decisiones construyen un mapa de acceso desigual que define, en silencio, quién está dentro y quién queda fuera del sistema ia.

 

Aun así, Latinoamérica avanza. Construye, inventa, repara, adapta, insiste. Aunque el futuro llegue con candado y la llave esté guardada lejos, seguimos caminando hacia adelante. Porque la historia nunca la escriben quienes tienen miedo. La escriben quienes avanzan igual, incluso cuando los caminos están diseñados para que lleguen últimos.

 

Y en este continente, avanzar no es solo una necesidad: es una costumbre profundamente arraigada, una convicción que ni las restricciones, ni las versiones limitadas, ni las diferencias de acceso han logrado detener. Porque lo que no nos dan, lo terminamos construyendo.

 

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